lunes, 12 de octubre de 2009

La asistenta

El otro día fuí a Toledo a ver a mi abuela.

Mi abuela no es "bola", ni mucho menos, sino que es abulense. Era de un pueblo muy chiquitito de Ávila llamado San Juan del Olmo, aunque a veces, no sé por qué, también lo llaman Grajos.

Es un pueblo realmente entrañable. Tiene casas muy antiguas, hechas de piedra, con callejuelas estrechas y boñigas de vacas por todos lados. El pueblo es chiquitito, chiquitito. De hecho, es tan chiquitito, que si haces un sprint, yo creo que te sales del pueblo.

Tengo pocos recuerdos del pueblo porque no he ido muchas veces. Recuerdo que siendo pequeño fuimos allá y al salir del coche me invadió un olor pestilente a estiercol. Mi abuela dijo: respirar fuerte que esto es aire puro. Yo me moría de asco, y sería por aquello de la psicología inversa, pero hice todo lo contrario a lo ordenado por mi abuela y no respiré. Hubo un momento en el que no pude no respirar más y acabé haciéndolo. Todavía no sabía que la pituitaria al final se acaba habituando, por lo que en un momento dado aquel olor se acabó haciendo algo normal, e incluso acabó por desaparecer.

Yo había oido a mi madre decir que de pequeña, cuando iba al pueblo de su madre, se divertía mucho montada en el trillo mientras los burros tiraban de ella. Cuando yo era pequeño ya no había trillos, pero la hija de la hija de una prima de mi abuela (yo no sé que me tocaría esta niña a mí; prima decimocuarta o algo así) me dejó una bicicleta y fuí feliz por momentos.

Mi abuela es la mayor de ocho hermanos: cinco chicos y tres chicas. Una de las chicas se casó con su primo hermano y se tuvieron que ir a vivir a Brasil, donde siguen con su hijo y su nieta. Su hijo no nació con síndrome de down, más bien al contrario, es un tío fuerte y alto que ha montado varias empresas y no habla castellano.

Mi abuela iba al colegio del pueblo. Ella cuenta que era de las mejores, pero aprendió a leer y a escribir, a sumar, restar, multiplicar y dividir, y mientras tanto tenía que hacer labores domésticas en casa, cuidar de sus hermanos pequeños, ayudar un poco en el campo, y al cumplir los trece se fue a Madrid a servir.

Una de sus hermanas, como ya he dicho, acabó con sus huesos en Brasil. La otra conoció a un hombre trabajador y se casó. El resto de hermanos, fueron viniendo uno por uno a Madrid y mi abuela los iba acogiendo y cuidando hasta que conseguían colocarse. Todos menos uno se hicieron cocineros. El que no lo fue, se hizo jardinero del Palacio Real. Algunas veces, cuando era pequeño, íbamos a verlo con mi abuela a su lugar de trabajo. Siempre me hacía comerme unas florecillas comestibles que se llamaban "pan con queso". Yo le decía que no me gustaba el queso, pero al hermano de mi abuela eso le traía sin cuidado y poco menos que me embutía las flores, que no sabían a queso, pero sabían a hierbajo, y yo me sentía como una vaca pastando.

Todos los hermanos de mi abuela fueron encontrando trabajo, luego novia, luego casa, luego se casaban y tenían hijos, luego seguían prosperando y se compraban una casa en el pueblo, y ya tenían la vida hecha.

Mi abuela, mientras tanto, seguía sirviendo. Tenía novio, pero cuando le pregunté que cómo había conocido al abuelo, me dijo que un día se fue al pueblo a pasar el fin de semana, y que al volver, acompañada de una amiga suya, en la estación de Atocha estaba el novio de su amiga junto a un compañero de trabajo. La amiga de mi abuela se fue de domingo por la tarde con su novio. El amigo del novio de la amiga de mi abuela se ofreció a acompañarla a casa "así que novios" -terminó mi abuela de contar el relato sin un ápice de emoción en la voz-. Yo le pregunté que entonces que hizo con el novio que tenía, y me dijo "le mandé a paseo. Que hubiera venido a buscarme a Atocha". Y se quedó tan pancha. Como ella dice: allá películas. Muy zen es mi abuela, muy zen...

Así que mi abuela y mi abuelo siguieron saliendo juntos y se casaron. Mi abuelo era albañil. Vivían en una habitación del Madrid antiguo que les alquilaba la señora Pepa, así que compartían el piso con tres familias más. Después nacieron mi tía y mi madre, y seguían compartiendo piso con las tres mismas familias.

Cuando la portera del edificio en que vivían se jubiló, mi abuela se quedo con la portería. El sueldo era mísero, pero gozarían de algo más de intimidad y un dormitorio para cada una de sus hijas, aunque no tenían ni ducha ni cocina. Como mi abuelo era albañil, y la portería era un sótano con patio, construyó una cocina como pudo en ese espacio vacío, con paredes de ladrillo y techo de uralita. Cuando era pequeño, cada x tiempo, mi abuela mandaba a mi hermana que se subiera por una escalera al techo de uralita y fuera recogiendo la ropa que se le había caido a los vecino al tender. Cuando mi hermana fue lo suficientemente mayor, allí estaba yo, como un soldado ansioso por entrar en combate, con bastantes kilos menos para ser soportado por el techo. Me tocaba. Era mi turno. Me sentía el rey del mundo subido en mi techo de uralita. Me sentía un pirata saqueando aquel techo lleno de bragas de vieja, fajas, calcetines y pinzas. Era mi tesoro y mi contribución a la casa, mi segundo trabajo remunerado (mi abuela me daba 25 pesetas). Mi primer trabajo remunerado era ir cargado como un mulo a vender papel. Mi abuela me ponía un fardo de periódicos atados por una cuerda rasposa en cada mano, y me hacía recorrer la calle San Isido y la calle de La Redondilla hasta llegar al almacén de papel. No era mucho, pero a mí se me hacía un trayecto larguísimo. Allí había un hombre gordo que me decía "qué pasa machote? qué fuerte estás!!!" y me cogía los pesados fardos de papel que en sus manos parecían plumas. Luego seguía "muy bien, muy bien, 10 kilos de papel, a dos pesetas el kilo, ¿cuánto es, machote?" yo hacía la cuenta de a poquito, en voz baja y contando con los dedos. Luego me salía una voz atiplada que decía "veinte pesetas, señor". Aquel gordo cabrón se reía y le decía a mi abuela "qué pillo ha salido el zagal", y me daba veinte pesetas. Yo volvía a casa con la sensación de que mi dolor de brazos valía mucho más que cuatro duros, pero a los 30 años, cuando vuelvo a casa por las noches, cansado de trabajar, sin energía, agotado, tengo la sensación de que una carrera y dos másters, más la dedicación que les presto a mis pacientes, valen más de mil euros. Supongo que las cosas no han cambiado tanto.

Como decía, los hermanos de mi abuela prosperaron, pero ella no lo hizo. Nunca ha tenido un piso en propiedad, ni aquí en Madrid, ni en el pueblo. Cuando mis bisabuelos murieron (yo conocí a los dos, y bastante), los hombres de la familia, que ya tenían casa en el pueblo, decidieron que lo mejor era venderla por 800.000 pesetas y 100.000 para cada uno. Mi abuela y su hermana, la que vive también en Madrid, les dijeron que por qué no las dejaban disfrutar a ellas de la casa, dado que ellos ya habían conseguido tener su casa propia allá en el pueblo, pero claro, "esto es cosa de hombres" y como mi abuelo ya no estaba en este mundo para litigar, el marido de la otra hermana estaba con demencia, y la otra estaba en Brasil, vendieron la casa, les dieron 100.000 pesetas, y punto y final.

Mi abuela se marea yendo en coche y nunca ha querido, en muchos años, volver al pueblo. Se jubiló y se fue a Fuenlabrada a un piso de alquiler al lado de mi tía. Después, esta última decidió montarse una residencia de ancianos en Lominchar (Toledo). Compró tres chalets, los unió, y montó su residencia. Mi abuela se fue allí, pero no a morir, sino a trabajar de cocinera. Supongo que mi tía no gestionó bien la residencia y se fue a pique. Se alquiló un piso en un pueblo cercano llamado Cedillo del Condado, y mi abuela, que siempre ha sido muy independiente, hizo lo propio en el mismo pueblo. Mi tío, el marido de mi tía, se acaba de prejubilar. Cuando liquidaron todo el tema de la residencia, les sobró un poquillo (por lo menos mi tía supo abandonar el barco antes de hundirse del todo con él) y se compraron un apartamento en Torrevieja con la intención de irse allí toda vez que mi tío de jubilara. Así que, desde el uno de octubre, mi tía vive en Torrevieja, mi prima mayor vive relativamente cerca de mi abuela, mi primo pequeño vive en Vallecas con su novia, y mi abuela vive sola en Cedillo del condado, con 85 años, diabetes y un tumorcillo en el cerebro, pero ella, que sabe todo lo que le ocurre, hace gala de su filosofía zen y siempre dice "a mí dejarme en paz. Yo me quedo aquí, y si un día me pasa algo, que me pase y se acabó todo. Total, probablemente no me vaya a enterar". Como para mitigar su posible angustia (que no parece haberla; ya he dicho que es zen, realmente zen. Seguramente la única persona zen que conozco en occidente), a veces le digo que como ha sido buena irá al cielo. Me mira, sonríe cínicamente, y dice "¿al cielo? al cielo y a la ciela. Anda que...siendo tan listo como eres, que eres un señorito con carrera, no sé cómo puedes creer en esas tontunas". Y ahí se queda tan pancha, sabedora de que un día de estos se irá, y no habrá nada más.

Como decía al principio, el otro día fui a Toledo a ver a mi abuela, y al final me he ido por lo cerros de Úbeda (estoy muy geográfico hoy). Estábamos mi hermana y yo hablando con mi madre y salió el tema de las asistentas domésticas. Casi todos los amigos de mi hermana y los míos tienen asistenta. Mi hermana y yo no. Mi madre miraba incrédula y farfullaba no sé qué de los jóvenes y los comodones que somos. Mi hermana y yo contraargumentábamos que nuestro ritmo de vida es elevado, que trabajamos mucho y que lo último que nos apetece es emplear los fines de semana en hacer las labores domésticas. Mi madre volvía a la carga y decía que somos muy delicaditos.

El caso es que llevo todo el fin de semana retrasando lo inevitable: limpiar parte de la casa. Hoy es el día de la Hispanidad. Me he levantado, he visto todo lo que hay que hacer, y he pensado que era de vital importancia actualizar el blog. Ahora, cuando ponga el punto y final, será de vital importancia salir a tomarme un café con lamari. Esta tarde, será de vital importancia ir al cine con una pareja de amigos. Sin embargo sé, que a lo largo del día de hoy, tengo que limpiar un cuarto de baño, el despacho y las ventanas como mínimo.

Me gustaría ser más zen, tan zen como mi abuela. Me gustaría mirar la mierda que tengo que quitar hoy y decir como ella dice "allá películas". Sin embargo, a día de hoy, mi filosofía zen no está muy desarrollada. Quizás con el tiempo...